Nació en Buenos Aires, el 5 de mayo de 1897. Hijo legítimo de Víctor Manuel Molina –ex ministro de Hacienda de la presidencia del doctor Marcelo Torcuato de Alvear– y de Genoveva Seija Machado Peñaloza. Cursó sus estudios en la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de su ciudad natal, donde se graduó de abogado en 1922. Casó con Emilia Franchini Dominoni. Tuvo dos hijos.
Fue abogado de la provincia de Mendoza ante la Suprema Corte de la Nación y abogado de las Cajas Nacionales de Jubilaciones. Luego, profesor titular de Historia Argentina, en la Facultad de Filosofía y Letras de Buenos Aires. Mereció el Premio Nacional de Historia, por su libro Hernandarias, el hijo de la tierra[30].
Fue miembro de número de la Academia Nacional de la Historia, a la que ingresó en 1949, con una conferencia sobre “Juan de Vergara, señor de vidas y haciendas en el Buenos Aires del siglo XVII”[31]. También fue miembro de varias instituciones, y presidente del Instituto Argentino de Ciencias Genealógicas desde 1963 y perteneció, igualmente, a la Junta de Historia Eclesiástica Argentina. Recibió un sinfín de distinciones de los distintos órganos académicos del Uruguay, Chile, Bolivia, Colombia, Perú y España.
Director de la revista Historia, que lleva publicados cincuenta volúmenes, y de la revista de Ciencias Genealógicas, presidió numerosas comisiones honorarias de historia, con motivo de celebraciones a hombres de nuestro suelo. Y en junio de 1963 fue comisionado por el gobierno al Brasil, para reunir antecedentes documentales de la diplomacia con Portugal, durante la Revolución de Mayo.
A pedido de la Junta de Historia de la provincia de Santiago del Estero, fue encargado con el padre Guillermo Furlong para que dictaminaran sobre la fecha de fundación de la ciudad de Santiago del Estero[32]; y en el debate sobre el lugar histórico de la antigua ciudad de Santa Fe, fundada por Juan de Garay, a propuesta del doctor Agustín Zapata Gollán, director del Museo Etnográfico Colonial de Santa Fe, la Academia Nacional de la Historia le confió, junto con el padre Furlong, su dictamen, que despertó amplio interés. Un nuevo dictamen sobre las ruinas de Cayastá, que hizo también en compañía del padre Guillermo Furlong, finiquitó la célebre polémica sobre la vieja Santa Fe, que aceptó por unanimidad la Academia Nacional de la Historia[33].
En su actuación académica merece destacarse la versión paleográfica que realizó de la real cédula de los Reyes Católicos de 20 de junio de 1500, por la cual se ordenaba la devolución de los indios al Nuevo Mundo, rechazando para siempre todo propósito de esclavitud de la nueva raza[34]. Por su obra hispánica, obtuvo beca especial acordada por el Gobierno de España, y por un año recorrió los archivos españoles oficiales y privados de esa gran nación. Visitó también a Morón de la Frontera, y de ahí, sin duda, la estima por el Morón de la provincia de Buenos Aires. Llevó la representación de nuestro país en distintos congresos y asambleas de carácter histórico, en varias naciones americanas, y en todas partes llamaron la atención la vastedad de su ciencia y la fuerza de su testimonio.
En 1963, el Consejo de Investigaciones Científicas le otorgó, por sus relevantes méritos, una beca especial para realizar un trabajo sobre historia del comercio marítimo durante la época hispánica, a base de una auténtica y minuciosa interpretación de la navegación realizada en el Río de la Plata[35].
Sus artículos y trabajos sobre historia suman centenares y podrían multiplicarse muchísimo más, gracias a un Diccionario biográfico de Buenos Aires, obra manuscrita, verdadera obra de titán que le exigió años y años de trabajo en las salas del Archivo General de la Nación y en el de la Curia Eclesiástica de Buenos Aires. Quiera el cielo que esta obra salga a luz; lo cierto es que, aún no publicada, es buscada y estudiada por cuantos amantes y curiosos existen en nuestra Patria, y que desean conocer a los pobladores de este Buenos Aires y su campaña en los siglos XVI y XVII.
Con respecto a sus cualidades morales, diremos que fue todo un señor, abierto a la amistad y al diálogo y generoso para abrir sus tesoros de ciencia y saber a cuantos acudieron a solicitarlos. Por esta razón fue un verdadero maestro y lo amaron un día sus alumnos, y por esta razón lo quisimos también nosotros.
A fines de agosto de 1973, el doctor Molina entregaba su alma a Dios. En su última hora fue confortado con los auxilios espirituales de la Santa Madre Iglesia; y en aquel instante supremo ratificó la anécdota que ya nosotros conocíamos y que aquí trascribimos, como final de esta biografía y como un milagro de Nuestra Señora[36].
“Por los años de 1960 –habla el doctor Molina– enfermé gravemente y en esa ocasión un religioso dominico amigo mío vino a visitarme. En la charla lamenté mi mal y dije al religioso que sentiría morir, pues me hallaba empeñado en un trabajo sobre la Virgen de Luján, y quisiera terminarlo. El padre me respondió: «No tenga miedo, siga adelante. La Virgen le dará vida para que concluya felizmente su trabajo»”[37].
Y así fue en realidad. En 1967, el doctor Molina daba a publicidad su brillante conferencia sobre Nuestra Señora de Luján. La profecía se había cumplido. Pero la Virgen bondadosa le alargó la vida años más, para que comprobara que su obra daba frutos y que tenía discípulos que seguían sus huellas y que su nombre quedaba desde entonces ligado a los anales de la Virgen Lujanense[38].